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Un blog para Minea

Tango

Como su vida era un tango, tomó clases de baile. Primero adelgazó y oscureció el armario. Dejó de tomar el sol e incluso, si podía, no salía a la calle con luz diurna. Luego, cambió su dieta. Adiós a la verdura y la fruta, hola al hígado y a los riñones. Alcoholizó en blanco la jornada -vodka, aguardiente, ginebra- y con un toque verde -absenta. De noche, no pisaba un bar decentemente iluminado. Los garitos oscuros le proporcionaron amistades borrosas y amantes confundibles, pero confortables por insustanciales. Probó las drogas al uso, pero las desechó por demasiado impulsoras de la locuacidad. Se encerró en la acción silenciosa, contumaz en su propósito sólo esbozado, tal vez sólo estético, tranquilamente mucho más cómodo. Al cabo de meses, estaba casi limpia: las heridas no se habían borrado, pero había acabado entendiéndose con ellas. No era feliz, pero ya no lloraba con los discos de Astor Piazzolla.

Andén de cercanías

Un hombre camina por el andén de una estación de cercanías. Huele a cera. Las velas rojas inundan al fondo un rincón junto a un seto arruinado por el invierno. El plantío de cirios parece un huerto de lamentadas frutas rojas de muerte. Una anciana con anorak azul deja un ramo de flores secas en el suelo. El hombre llega hasta el final del andén. A su derecha todo es fulgor de duelo. Se detiene mientras se gira lentamente. Una adolescente trae un cirio virgen y lo prende. El aire de la tarde húmeda de primavera lo convierte casi en una tea. El plástico que envuelve la vela ardiente se derrite y contamina el momento con evidencia de goma vieja y recuerdo de desperdicio. El hombre, silencioso, interesado en las ondas que trazan las baldosas del andén, descompone su primera ruta en dirección contraria. A su espalda, doscientos kilos de sebo piden una respuesta.