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Andén de cercanías

Un hombre camina por el andén de una estación de cercanías. Huele a cera. Las velas rojas inundan al fondo un rincón junto a un seto arruinado por el invierno. El plantío de cirios parece un huerto de lamentadas frutas rojas de muerte. Una anciana con anorak azul deja un ramo de flores secas en el suelo. El hombre llega hasta el final del andén. A su derecha todo es fulgor de duelo. Se detiene mientras se gira lentamente. Una adolescente trae un cirio virgen y lo prende. El aire de la tarde húmeda de primavera lo convierte casi en una tea. El plástico que envuelve la vela ardiente se derrite y contamina el momento con evidencia de goma vieja y recuerdo de desperdicio. El hombre, silencioso, interesado en las ondas que trazan las baldosas del andén, descompone su primera ruta en dirección contraria. A su espalda, doscientos kilos de sebo piden una respuesta.

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